lunes, 25 de junio de 2012

Foie Gras y salchichón de diputado

A mí los diputados me caen muy mal; sobre todo los de mi país, que tienen la costumbre de meternos el salchichón por el fundillo. Antes de que inicie la veda electoral les dejo este fragmento. Me hubiera gustado mucho romper la veda electoral y hacerme acreedor a una sanción del IFE, pero en fin......



La verdad es que el foiegras queda mucho mejor presentado así, que en un insulso plato servido por un insulso camarero. Resulta más cremoso, más sabroso. Con la cabeza entre sus muslos y los ojos cerrados para degustar mejor, lamo, mamo, y... siento que dos manos me separan las nalgas, mientras una tercera me embadurna la entrada de los artistas con el exquisito producto. Un dedo, dos dedos, tres dedos, y tanto en el pasillo como en la puerta. ¡Debe de haberse gastado por lo menos diez francos! Aunque diez francos, para un diputado...
A él le divierte mucho su broma. Yo, por mi parte, no estoy enfadada. Es del dominio público que nadie se muere por dejar que le den por el saco, ni siquiera con un ariete, siempre y cuando el dolor no estropee el placer. Y la mantequilla no resulta tan elegante como el foie gras.
—Estoy preparada, tesoro —digo, tumbándome boca abajo—. ¡Tu turno, diputado!
—¿Y yo? —pregunta inquieta Emma—. ¿Qué hago yo en vuestro negocio?
—Masturbarás a Lulu, palomita —responde el señor—. Y me acariciarás los perendengues, por supuesto.
—Vosotros a gozar y yo a trabajar —dice suspirando—. Pues me habías prometido...
—Sí, sí, que te daría por detrás —replica el señor con impaciencia—. Y no se acabará la noche sin que lo haga, encanto. Mientras tanto, o nos ayudas o nos dejas en paz.
Ella no insiste y se arrodilla a mi lado para separarme las nalgas más cómodamente. El señor presenta el arma, yo muerdo la almohada porque, incluso con foie gras... Y heme aquí debidamente enculada en unas pocas embestidas. La zorra de Emma, a quien el espectáculo está poniendo caliente, desliza una mano entre mi vientre y la cama. Yo me levanto un poco para dejarle sitio, mientras el rajá me martillea tranquilamente.
—Mastúrbala bien —le ordena a Emma—. ¿Y mis alforjas? ¿Te has olvidado de ellas? ¡Demonios, tienes dos manos! ¿Lulu?
YO. —¿Sí, cariño?
ÉL. —Tu..., tu culito... es delicioso. ¡Ah! Vas a gozar... por delante..., ¿eh, pillastra?
¿Cómo saberlo? Entre una mano que te causa estragos en la pepitilla, y una minga que te invade el pasillo, ¿cómo establecer la diferencia?
Por otra parte, inundo la mano de Emma, gritando como una tonta:«¡Me viene! ¡Me viene!», al mismo tiempo que él me lanza una tromba como para repoblar toda Francia si los niños se hicieran por ahí, y experimento un segundo orgasmo al sentir que se corre. ¡Y tres, y cuatro! Esta vez estoy realmente exhausta, y quedo sumida en un profundo sueño.

Fragmento de "En los salones del placer" de Jacques Cellard

lunes, 18 de junio de 2012

El oscuro amigo de Bradhara


Existe un relato que parece tener relación con la literatura sánscrita. Se trata de una historia de aventuras al estilo de Giglamesh. Se supone que en 1873 una parte del texto fue reproducida en una edición privada basada en un manuscrito del siglo III A.C y que sigue sin publicarse.
Bradhara es un príncipe real que es secuestrado por piratas y encerrado en una mazmorra porque el rey muere en su ausencia y nadie paga su rescate.
En el calabozo conoce a "el oscuro amigo", un hombre gigantesco e hisurto, un hombrón de inmensos brazos y piernas arqueadas que no habla ningún lenguaje humano y que está encadenado al muro de la mazmorra. Nadie sabe si es un ser humano, un demonio o un animal, pero uno de los piratas sugiere que se le ponga a prueba: se le mostrará una prisionera egipcia recién aprisionada "pues si es hombre ¿Cómo podría controlar su lujuria ante ella?"
Bradhara observa a la mujer "hermosa y alta como una palmera, con su cabello negro cayendo como una cascada sobre sus hombros; cuando camina, los corazones de los hombres siguen sus pasos"
Los piratas arrancan la ropa de la mujer, y Bradhara aparta la vista, pero alcanza a apreciar que "sus pechos son redondos como la fruta de un árbol y su vientre es semajante a la capa de sal que se deposita sobre las rocas del mar".
Los piratas, amenazando a la chica, le ordenan: "Seduce al hombre bestia; sabemos que no hay hombre capaz de resistir a las tentaciones de una mujer egipcia, hazlo y obtendrás la libertad, fracasa y serás decapitada".
La hermosa danza ante el prisionero exhibiendo sin recato hasta los más oscuros rinconcitos de su "cuchi-cuchi". Todo a una prudente distancia de aquel engendro.
pero es Bradhara quien se excita al grado que "si hubiera tenido a su lado a una viuda desdentada de la edad de su bisabuelo, la hubiera tumbado en el suelo en aquel mismo momento y hubiera extinguido allí mismo su fuego interior", lo cual es comprensible porque el pobre principito tenía muchos meses sin "drenar la bestia" y tenía aquello hecho yogur.
Pero la bestia se levanta, no la de Bradhara sino el engendro aquel, arranca sus cadenas y se lanza contra sus carceleros, a quienes mata de una manera sangrienta y nada sexual; libera a Bradhara y a la chica y huyen todos.
Libertos, siguen sus aventuras cuya meta es restaurar a Badhara en el trono. "El oscuro amigo" vence a todos sus enemigos, mientras la chica se coge a todos los que la bestia no mata con el fin de obtener dinero y mantener a Bradhara viviendo con lujos de príncipe.
Bradhara se deja querer, acepta ser mantenido por la chica porque "Es una gran mujer; más bella que cualquier otra mujer que haya visto; pero es egipcia y hasta mis oídos ha llegado el rumor de que las egipcias son como las putas. Pero ¿Cómo puedo reprochárselo cuando su depravado proceder sirvió a un propósito tan noble?"
Bradhara se apasiona por la chica, pero no se atrave a tomarla por amante. Un día, con ayuda del "Oscuro amigo" mata a su hermano, quien usurpaba el trono en su ausencia, decide que "ella se ha hecho más merecedora de mi amor que todas las esposas reales"
Llega corriendo a dar la buena noticia a los aposentos de la chica, sólo para encontrar al velludo cepillándole el velludo a la bella. Estaban los dos celebrando un éxito más y lo que parecía el final de la aventura echándose un buen palito.
Ciego de ira, Bradhara (un verdadero pendejo, por si no lo habían adivinado) decapita a la mujer y da muerte al "Oscuro amigo" para no perder la costumbre de matar gente en la historia.
Arrepentido, sepulta a ambos en la misma tumba, mandando grabar en la lápida "Ni siquiera el más grande y virtuoso de los héroes puede resistir las seductoras artes de una ramera egipcia"
¿Y qué fué del pendejo? pues nada, que el resto de su vida se dedicó a escribir un libro que tituló "Incluso un monje será seducido por la Joya del Sol Naciente", pero el libro, está perdido.

miércoles, 13 de junio de 2012

¿Asfixia erótica?


"La Carta", de Fernando Botero

Es posible que nunca hombre alguno se haya encontrado en una situación tan grotesca como la que ahora me abruma. Me encuentro echado boca arriba en una cama que no es la mía. Naturalmente, esto no sería excepcional si la cama en cuestión no perteneciera a una mujer de cuerpo superlativo, inmenso y blando, cuyo sexo estoy lamiendo. Para que yo pudiera llevar a cabo tan delicada misión, ha colocado la inmensidad sofocante que son sus nalgas sobre mi atribulado rostro.
Desde el primer momento sospeché que me asfixiaría sin remedio; ahora, en cambio, la sospecha ha crecido hasta convertirse en ineludible certidumbre: me estoy asfixiando. El aire se ha enrarecido tanto que ya casi no puedo respirar: he aquí el motivo de mi prisa. Ustedes pensarán probablemente, y con toda la razón del mundo, que la solución a mi problema no deja de ser bastante banal y que me bastaría con abrir la boca y gritar: «¡Detente Daniela, por favor, que me ahogo!». Pero es ahí, precisamente ahí, donde está el meollo de la cuestión: cada vez que intento abrir la boca encima de la que Daniela restriega una y otra vez su vulva, la caricia involuntaria de mis labios le provoca más placer aún, con lo cual, su movimiento se hace más perentorio y el grado de mi asfixia aumenta notablemente. Por ello he decidido serenar mis ánimos y gozar de esta muerte lenta y elefantisíaca, amorrada a un sexo enorme que se me traga poco a poco y donde supongo que acabaré enteramente sumergido y con los pies colgando. Una excelente mortaja, sí señor. Y como al parecer el útero de esta mole humana, de esta catarata decarne succionadora, es lo suficientemente elástico como para albergarme enterito, es posible que la pobre no se enterara hasta unos días más tarde. Y yo ya estaría violeta y tieso, macerado en toda clase de jugos de globo gigante.
Pascualino y los Globos, de Mercedes Abad

viernes, 8 de junio de 2012

Duraznos, albaricoques y melocotones


En mi ciudad, la época de calor es época de duraznos (también es época de esquizofrénicos que se suicidan, pero eso es otro tema). No es sorprendente que en esta época reciba frecuentes visitas de mis vecinos, quienes vienen a comprobar la salud de mi árbol, y se llevan alguna muestra que esté al alcance.

Hoy, mientras desayunaba directo del árbol recordé que en China, el durazno es símbolo de inmortalidad, las ramas floridas recuerdan a la prometida y las flores son símbolo de virginidad.

Más allá, el durazno y el melocotón son frutas muy apreciadas en Asia, frecuentemente utilizadas como alusiones a la belleza femenina.

"...apretaba sus carnosos labios de durazno contra el corazón masculino"
"...  tenía la cara fina y blanca como un vaso de plata; sus ojos eran redondos y frescos como duraznos..."
" Sus bocas eran como cerezas y sus mejillas tenían el color de los duraznos"
"Loto Dorado tenía el aspecto de una rama de rojos albaricoques bañada por la luz de la luna."
Del Libro Jin Ping Mei, en su traducción "Loto dorado; Hsi Men y sus esposas"

En la literatura hebrea, en la biblia misma, hay alusiones a un árbol llamado “tapúaj", que ha sido frecuentemente traducido como manzano. Sin embargo, en tiempos del Antiguo Testamento el manzano no era un árbol común en aquellas tierras, por lo que suele pensarse que se trate de nuestro querido duraznero:

 “Como el melocotonero entre los árboles silvestres, así es mi amado entre los jóvenes; bajo la sombra del deseado me senté, y su fruto fue dulce a mi paladar.” 
Alusión sexual del Cantar de los Cantares.



En occidente se ha preferido la figura del melocotón sobre el del durazno, pero las alusiones sexuales han sido más atrevidas; incluso se ha escrito sobre el uso de la fruta como parte de una relación sexual:

Entre el final de su coño, cuya forma era bastante parecida a la de la raja de un albaricoque, y su culo, había una distancia de algunos dedos. Allí se encontraba el agujerito de mi Berthe, que se me apareció en el momento en que habiéndose vuelto mi hermana, me tendía el culo......
Cogió mi pija con la mano, la apretó y la descapulló. Yo no pude más. Agarré a Kate por los pechos, ella hizo ver que se defendía. Entonces metí la mano bajo sus faldas. No llevaba bragas. Agarré su albaricoque. Ella quería retirarse, pero yo la tenía cogida por los pelos. Con el brazo izquierdo enlacé su culo. Me arrodillé y hundí en su coño caliente el pulgar de la mano derecha, haciéndolo entrar y salir.
Hazañas de un joven Don Juan, de Apollinaire Guillaume.

Era soberbia, radiantemente bella, una rubia de tipo perfecto cuya tez hacía pensar en crema y melocotones, y cuyo cabello suelto brillaba bajo la luz como si fuera oro puro.
Confesiones de una doncella inglesa, Anónimo.

Su ardiente mirada se posó entonces en el centro mismo de atracción, en la rosada hendidura escondida al pie de un turgente monte de Venus, apenas sombreado por el más suave de los vellos....El cosquilleo que le había administrado, y las caricias dispensadas al objeto codiciado, habían provocado el flujo de humedad que suele suceder a la excitación, y Bella ofrecía una rendija que antojábase un durazno, bien rociado por el mejor y más dulce lubricante que pueda ofrecer la naturaleza.
Memorias de una pulga, Anónimo

En cierta ocasión, el vasco pidió a uno de los pintores su pipa. La deslizó bajo la falda de Bijou y la colocó contra su sexo.
–Está caliente –dijo el vasco–. Caliente y suave.
Bijou apartó la pipa, pues no quería que los circunstantes se percataran de que las caricias del vasco la habían puesto húmeda. Pero la pipa, al salir, puso de manifiesto este detalle: estaba como si la hubieran sumergido en jugo de melocotón. El vasco se la devolvió a su dueño, que de este modo recibió un poco del olor sexual de Bijou.
El vasco y Bijou de Delta de Venus , Anais Nin

He de rogar a mis bellas lectoras que no me atribuyan por aquel entonces la menor idea o deseo sobre los favores de la bonita Fanny. Me es imposible no ver bellezas que admiro, pero puedo mirar a un melocotón sin querer devorarlo al punto. Admiré a Fanny desde el principio, ciertamente, pero fue sólo después, cuando ella hizo que mi arma se levantase y me doliesen las ingles de deseo voluptuoso, cuando empecé a desearla. Por más que supiese que debía tener una rajita de lo más deseable, no deseé al punto jugar con ella.
Venus en India, de Charles Devereaux.

"el procedimiento perfecto, parece ser el de encapotar el glande con una piel de durazno vuelta hacia dentro, esto favorece el pasaje del miembro por el esfínter sin ser tan resbaladizo como la vaselina”
Manuel de Gomorrhe, de Pierre Louys (consejo para el sexo anal)


Pero las palmas para el uso de un durazno se las lleva la siguiente narración lésbica.

La condesa no había sido madre, así los labios y la vagina eran de una tersura y frescor perfectos, de ese maravilloso color rosado que se llama muslo de ninfa. Abrió los grandes labios, y como en esos instantes sus ojos se posaron en el cesto de uvas, de melocotones, de plátanos, tomó el más pequeño pero el más amarillo de los melocotones, y lo puso sobre los pequeños labios, recubriéndolo a medias con los grandes.
—¿Qué me estás haciendo? —preguntó Odette.
—Déjame hacer —dijo Florence— te estoy injertando. No tienes ni idea de lo bien enmarcado que queda este melocotón; desearía ser pintor de bodegones y hacer el retrato de ese melocotón, no por la fruta en sí, sino por el marco.
—Es posible —prosiguió Odette—, pero su terciopelo tan cantado por los poetas, que lo comparan al de nuestras mejillas, me pica como si fueran agujas.
—¡Bueno, espera! —dijo Florence.
Y con un cuchillo de plata quitó la piel del melocotón que, igual que el pétalo de rosa doblado en dos había impedido dormir en toda la noche a un sibarita, irritara en su susceptibilidad femenina la mucosa de la condesa; luego partió el melocotón en dos partes, quitó el hueso y lo volvió a su marco.
—Ahora —dijo Odette—, qué bueno, qué fresco! ¡Y delirante...!
—¡Oh, si lo pudieras ver...! esa mitad de melocotón parece una parte de ti misma y te confiere una nueva virginidad. Ahora voy a comerte; párame cuando sientas los dientes, o soy capaz de devorarte.
Con la mitad del melocotón apretada por los grandes labios, pegó su boca a la concavidad rosa formada por la ausencia del hueso; luego, con la lengua y los dientes empezó a morder y a rebañar esa concavidad, gozando por el gusto; mientras que Odette con un inenarrable placer, preparada para gozar por el movimiento que impulsaba el melocotón, sentía cómo se le iba acercando el instrumento demoledor que hurgaba y destrozaba el obstáculo que le impedía ponerse en contacto directo con ella.
Por fin, el obstaculó desapareció y nada impidió al ariete que había superado tantos obstáculos, ponerse en contacto con la propia ciudadela.
¡Oh!, la ciudadela estaba totalmente abierta, y no pedía otra cosa que recibir al enemigo; tan abierta estaba que Florence sintió su impotencia y mirando, sin dejar de operar, otra vez la cesta de frutos, alargó la mano y cogió la mejor de las bananas, le quitó la piel sin que Odette, a la que no había abandonado ni un segundo, se enterara de nada; de modo que le colocó la banana y tomando una extremidad entre sus dientes, empujó de repente la otra hasta el fondo de la vagina, aplicando con el fruto un movimiento de vaivén que haría un amante con otra cosa. Odette dejó escapar una exclamación de sorpresa y de placer.
—¡Oh! —dijo— no te habrás convertido en un hombre... ¡Cuidado... voy a detestarte...! ¡Oh... oh... te detesto... te detesto! ¡Oh, qué placer... y... te quiero... oh...!
La condesa se había desmayado.
Florence, al pie de la cama, acostada en el parquet, probó sobre sí misma las virtudes del maravilloso fruto; pero aunque disminuida considerablemente por el roce, la banana, detenida en el orificio de la vagina por la membrana virginal, no pudo ni romper el obstáculo, ni colarse.
—¡Ah —exclamó de repente—, tengo que gozar!
Impotente, tirando la banana volvió a poner a la condesa temblorosa en la cama, se le montó encima como habría hecho con un caballo y le puso sus muslos abiertos en la boca, al mismo tiempo que aplicaba la suya entre las piernas abiertas de Odette.
Entonces, como dos culebras en celo en el mes de mayo, los dos cuerpos se convirtieron en uno, los senos se aplastaron contra los vientres, los muslos arrebujaron las cabezas, las manos se amoldaron a las nalgas; durante unos instantes se hizo el mayor silencio, sólo se oían respiraciones ahogadas, suspiros de placer, estertores de amor, grititos de voluptuosidad. De repente, se hizo de nuevo el silencio más absoluto, los brazos estaban laxos, los muslos yacían a los lados y cada una, murmurando el nombre de la otra, había gozado a un mismo tiempo.
Esta vez hubo un largo descanso. Parecían dos atletas muertos o dormidos; al final se oyó salir de sus labios esa palabra, la primera y la última que escapa del corazón en los grandes placeres, como en los grandes dolores:
¡Dios mío!
Estaban volviendo en sí.
Unos instantes después, abrazadas, sudorosas, los ojos velados de languidez, las piernas rendidas, se dejaron caer de la cama, y fueron a acostarse en una larga y amplia gandula.
¡Ah mi bella Florence, cuánto placer me has dado! —dijo Odette—. ¿Quién tuvo la idea de comerse el melocotón de esa forma?
—La naturaleza; no todos los frutos están hechos para ser comidos allí donde brotan. ¿Era la primera vez que te acariciaban de este modo?
—Sí.
—Mejor, así descubrí algo nuevo. .. ¿Y con la banana...?
—¡Ah, mi amor!, ahí creí que moría.
La novela de Violeta, atribuida a Dumas.


Buen provecho.


miércoles, 6 de junio de 2012

La misa

Si crees que tu trabajo es exigente, intenta ser mujer de placer y ganarte la propina:

No obstante, la de la mañana posee su encanto. Son burgueses casados, que aprovechan que su legítima está en misa para ir por su cuenta a llevar un cirio a la capilla de Las Odaliscas. Infieles, para llamar a las cosas por su nombre. Acompañan a la esposa a su reclinatorio, y desaparecen con la excusa de que un amigo acaba de entrar en la iglesia. Entre el Introito y el Ite, missa est, tienen el tiempo suficiente de hacer que les ablanden el cirio y de regresar, tan tranquilos, para ofrecerle el agua bendita a su cónyuge.
La mañana del domingo tiene, pues, sus habituales. Por nuestra parte también: Fanny, Rosa la Flor y yo, que preferimos hacer el turno de once a nueve de la noche y acabar a la hora más pesada; en cuanto a la cuarta, ya que siempre debe haber cuatro de guardia, las demás se van turnando.
Esta mañana, apenas habíamos entrado en el salón cuando llegó un cliente. Más bien joven, con buena pinta, clac y guantes de piel, un misal en la mano y bastante excitado. Nos observa un instante y me tiende la mano. Subimos, deposita tres monedas en la chimenea y se desnuda. Cuando le invito a reunirse conmigo en la cama, me pregunta a boca de jarro:
—Garita, ¿sabes dónde está mi mujer en este momento?
YO (sin inmutarme). —Supongo que en misa.
ÉL (atónito), —¡Cielos! ¿Cómo lo has adivinado?
YO. —Veamos, pichoncito, a no ser que se sea cura, nadie pasea el domingo a las once de la mañana con un misal en la mano. En cualquier caso, gracias por los tres francos.
ÉL (amable). —¡Oh, es mejor que echarlos al cepillo!
Entonces me explica que la noche pasada, e incluso esta misma mañana, ha intentado sin éxito colocarle la mercancía a su mujer, que, según él, es apetecible e incluso amorosa. ¡Imposible! «Después de misa, si insistes, sí; pero antes, ni hablar. Iría derecha al infierno.»
Hablando claro, me meo en sus explicaciones. He dormido bien y desayunado mejor, tengo apetito, así que jodamos y no se hable más; sobre todo teniendo en cuenta que, como a menudo les sucede a los hombres, el lavado le ha hecho empalmarse. Por desgracia, también como sucede a menudo, su divisa parece ser: ¿Por qué hacer simple algo que puede ser complicado?
—Cuando pienso que ella me está esperando en la iglesia —repite sin moverse, mientras le atrapo el cirio con la boca para ayudarlo a decidirse—. ¿Sabes qué me gustaría hacer?
—¿...?
El hombre interrumpe mi actividad, va a buscar el misal que ha dejado en la repisa de la chimenea y me lo entrega.
—Fingirás que sigues la misa mientras jodemos.
Si no es más que eso... No obstante, replico que no está bien burlarse de las cosas santas, lo cual me hace ganar dos francos suplementarios. Ahora hay que tomar posiciones. Me arrodillo en el sillón, apoyada contra el respaldo y con el misal abierto en las manos, separo las piernas, me unto discretamente con saliva para facilitar las cosas y espero. Él se acerca, me acaricia la espalda, los pechos y las nalgas, y susurra con la voz un tanto ronca:
—Las oraciones... Debes decir las oraciones...
¡Este excéntrico hará que me condene! Al mismo tiempo que lo guío hacia el tabernáculo, farfullo al azar las pocas frases que recuerdo de mi piadosa infancia:
—Inilium sancti evangili secundum Joannem...
—¡Sí, conünúa, continúa! —implora, penetrándome enérgicamente.
—ln illo tempore, pater noster qui es in caelis, ora pro nobis... El, agarrándome de las caderas, se menea como un verdadero demonio. —¡Pero qué bien jode este condenado! —exclamo buscando desesperadamente el modo de proseguir la plegaria—. ¡Ah, sí! Veni..., veni
sánete..., sánete Spiritus... ¡Más que bien, el muy guarro! Va a hacerme..., va a hacerme... ln sécula..., aaah..., seculo..., oooh..., seculorum... ¡Amén!
Feliz y orgulloso, me obsequia con una última arremetida, y yo me dirijo presurosa en busca del agua bendita. Cuando regreso al salón, con las piernas temblequeando, Fanny me pregunta, un tanto sorprendida: —¿Qué te pasa, Lucienne? Estás rara. Y yo, desplomándome en el sofá, contesto: —¡Oh, nada! Son los efectos de cinco púas y un trocito de misa.

Fragmento de "En los salones del placer", de Jacques Cellard