Si crees que tu trabajo es exigente, intenta ser mujer de placer y ganarte la propina:
No obstante, la de la mañana posee su encanto. Son burgueses casados, que aprovechan que su legítima está en misa para ir por su cuenta a llevar un cirio a la capilla de Las Odaliscas. Infieles, para llamar a las cosas por su nombre. Acompañan a la esposa a su reclinatorio, y desaparecen con la excusa de que un amigo acaba de entrar en la iglesia. Entre el Introito y el Ite, missa est, tienen el tiempo suficiente de hacer que les ablanden el cirio y de regresar, tan tranquilos, para ofrecerle el agua bendita a su cónyuge.
La mañana del domingo tiene, pues, sus habituales. Por nuestra parte también: Fanny, Rosa la Flor y yo, que preferimos hacer el turno de once a nueve de la noche y acabar a la hora más pesada; en cuanto a la cuarta, ya que siempre debe haber cuatro de guardia, las demás se van turnando.
Esta mañana, apenas habíamos entrado en el salón cuando llegó un cliente. Más bien joven, con buena pinta, clac y guantes de piel, un misal en la mano y bastante excitado. Nos observa un instante y me tiende la mano. Subimos, deposita tres monedas en la chimenea y se desnuda. Cuando le invito a reunirse conmigo en la cama, me pregunta a boca de jarro:
—Garita, ¿sabes dónde está mi mujer en este momento?
YO (sin inmutarme). —Supongo que en misa.
ÉL (atónito), —¡Cielos! ¿Cómo lo has adivinado?
YO. —Veamos, pichoncito, a no ser que se sea cura, nadie pasea el domingo a las once de la mañana con un misal en la mano. En cualquier caso, gracias por los tres francos.
ÉL (amable). —¡Oh, es mejor que echarlos al cepillo!
Entonces me explica que la noche pasada, e incluso esta misma mañana, ha intentado sin éxito colocarle la mercancía a su mujer, que, según él, es apetecible e incluso amorosa. ¡Imposible! «Después de misa, si insistes, sí; pero antes, ni hablar. Iría derecha al infierno.»
Hablando claro, me meo en sus explicaciones. He dormido bien y desayunado mejor, tengo apetito, así que jodamos y no se hable más; sobre todo teniendo en cuenta que, como a menudo les sucede a los hombres, el lavado le ha hecho empalmarse. Por desgracia, también como sucede a menudo, su divisa parece ser: ¿Por qué hacer simple algo que puede ser complicado?
—Cuando pienso que ella me está esperando en la iglesia —repite sin moverse, mientras le atrapo el cirio con la boca para ayudarlo a decidirse—. ¿Sabes qué me gustaría hacer?
—¿...?
El hombre interrumpe mi actividad, va a buscar el misal que ha dejado en la repisa de la chimenea y me lo entrega.
—Fingirás que sigues la misa mientras jodemos.
Si no es más que eso... No obstante, replico que no está bien burlarse de las cosas santas, lo cual me hace ganar dos francos suplementarios. Ahora hay que tomar posiciones. Me arrodillo en el sillón, apoyada contra el respaldo y con el misal abierto en las manos, separo las piernas, me unto discretamente con saliva para facilitar las cosas y espero. Él se acerca, me acaricia la espalda, los pechos y las nalgas, y susurra con la voz un tanto ronca:
—Las oraciones... Debes decir las oraciones...
¡Este excéntrico hará que me condene! Al mismo tiempo que lo guío hacia el tabernáculo, farfullo al azar las pocas frases que recuerdo de mi piadosa infancia:
—Inilium sancti evangili secundum Joannem...
—¡Sí, conünúa, continúa! —implora, penetrándome enérgicamente.
—ln illo tempore, pater noster qui es in caelis, ora pro nobis... El, agarrándome de las caderas, se menea como un verdadero demonio. —¡Pero qué bien jode este condenado! —exclamo buscando desesperadamente el modo de proseguir la plegaria—. ¡Ah, sí! Veni..., veni
sánete..., sánete Spiritus... ¡Más que bien, el muy guarro! Va a hacerme..., va a hacerme... ln sécula..., aaah..., seculo..., oooh..., seculorum... ¡Amén!
Feliz y orgulloso, me obsequia con una última arremetida, y yo me dirijo presurosa en busca del agua bendita. Cuando regreso al salón, con las piernas temblequeando, Fanny me pregunta, un tanto sorprendida: —¿Qué te pasa, Lucienne? Estás rara. Y yo, desplomándome en el sofá, contesto: —¡Oh, nada! Son los efectos de cinco púas y un trocito de misa.
Fragmento de "En los salones del placer", de Jacques Cellard
Los demonios que cada quien lleva dentro se sacan a flote, hay que disfrutarlos si la santidad que nos tememos nos hace justicia.
ResponderEliminarjajaja
ResponderEliminareso debe ser un pecado de los gordísimos, mon dieu!
No soy muy versado, pero la prostitución vendría siendo fornicación simple; la burla a la misa sería sacrilegio real y la escapada sería adulterio. De los tres, el más grave es el adulterio.
ResponderEliminarY sería lógico, ya que Diosito es perfecto; todo nos perdona y es incapaz de ofenderse, pero las esposas son como los ventiladores de seis aspas cuando de administrar justicia divina se trata, jajajajaja.
Jajaja
ResponderEliminarVentiladores de seis aspas.
Eso sí que está bueno.