jueves, 7 de febrero de 2013

Aunque sea de ..... burro


Yo tengo un amigo que solía decir que "mientras sea hoyo, aunque sea de pollo". Tengo un amigo más extremo que dice que "mientras sea agujero, aunque sea de hormiguero".
Bueno, Alfred de Musset escribió un libro de lo más extremo. Veamos:

Gamiani
La vez primera que me sometí yo a tal prueba, estaba en el delirio de la embriaguez. Echéme valerosamente en el banquillo, desafiando en osadía lasciva a todas las hermanas. Al instante, azuzándolo a correazos, metieron el asno en la estancia y lo empujaron contra mí. Su arma terrible, rígida ya por las caricias de las monjas, me golpeaba lentamente el vientre. La empuñé bien, esperé a que le untaran una pomada lubrificante, y empecé a introducírmela. Agitándome, empujando briosamente, guiando la lanza con mis dedos crispados, me vi al fin poseedora de cinco pulgadas del ardiente tronco. Quise apretar aún más y caí rendida. Me parecía que mi piel se rasgaba, que me rompían, que me descuartizaban. La bestia, removiéndose sin tregua, ejecutaba un roce tan violento, que me descoyuntaba y quebrantaba la espina vertebral. Al cabo, mis canales espermáticos se abrieron y se desbordaron. ¡Oh, qué placer! Corrió por mis entrañas un río de amor. Exhalé un largo grito de enervamiento y me sentí aliviada... En los transportes lúbricos había ganado dos pulgadas más.
Todas las medidas estaban rebasadas y derrotadas todas mis rivales. Sólo quedaban fuera las dos bolsas del asno, como bendito obstáculo para que el animal no me despanzurrara.
  Rendida, destrozada en lo más hondo de mi ser, creía apurada ya toda la voluptuosidad, cuando el tremendo azote vibra más rígido, más potente y magnífico; me sondea, me rebaña, casi me suspende en el aire. Se hinchan mis músculos, rechinan mis dientes y caen los brazos a lo largo de los estremecidos muslos; de repente, siento un chorro caliente y pegajoso, tan caudaloso y fuerte que parece que se mete en las venas, las llena, las inunda y va por ellas hasta el corazón. La carne, distendida y anegada por el copioso bálsamo, no siente más que una punzada irresistible que cosquillea los huesos y la médula y el cerebro y los nervios, y separa las articulaciones, y me hace arder, hervir...
¡Delicioso tormento! ¡Incomparable voluptuosidad que desata los lazos de la vida y que parece que nos mata de amor!
Fanny
  ¡Cómo me enardeces, Gamiani! ¡Voy ya sintiéndome sin fuerzas!... Di: ¿y por qué te saliste de aquel convento endemoniado?
Gamiani
  Vas a verlo: una noche, en medio de una orgía insensata, se nos ocurrió transformarnos en hombres colocándonos miembros prodigiosamente imitados, y ensartarnos las unas a las otras persiguiéndonos en una loca danza. A mí me tocó ser el último eslabón de la cadena, y era, por tanto, la única que cabalgaba sin que la cabalgasen. ¡Cuál sería mi sorpresa al sentirme atacada por un hombre desnudo, que había sabido, no sé cómo, introducirse entre nosotras! Lancé un grito de espanto y, al oírme y verle a él, todas las monjas se desbandaron y  fueron a caer incontinentes sobre el audaz intruso. Todas querían dar remate real al goce comenzado con un insuficiente simulacro. El festejado macho se quedó pronto hueco y seco. Daba lástima ver su abatimiento idiota, su antena flácida y colgante como sucia piltrafa, y toda su virilidad, en fin, en la más negativa exposición. Cuando me llegó a mí la vez de disfrutar el elixir prolífico, era casi imposible reavivar tales miserias. Pero lo conseguí, a pesar de todo. Inclinándome sobre el moribundo, sepulté la cabeza entre sus ingles, y tan constante y hábilmente chupetée al señor Príapo, que se despertó rubicundo y juguetón que daba gusto verlo. Acariciada yo a mi vez por una lengua experta, sentí bien pronto que se acercaba un supremo placer, el cual gusté sentándome orgullosamente sobre el cetro que acababa de conquistar, de modo que di y recibí un diluvio de deleite.
  Aquel espasmo agotó a nuestro hombre. Todo fue en vano para reanimarlo. Y ocurrió, ¡oh, femenina ingratitud!, que así que las hermanas comprendieron que el infeliz no servía para nada, determinaron, sin titubear, matarle y sepultarlo en una cueva, para evitar que sus indiscreciones comprometieran la buena fama de la casa de Dios. Inútilmente combatí la atroz sentencia: en menos de un segundo fue descolgada de su cuerda una lámpara y colgada la víctima en un nudo corredizo. Yo aparté mi mirada del horrible espectáculo. Pero héte aquí que la estrangulación produce su ordinario efecto y el miembro del ahorcado se alza rígido con enorme sorpresa de las monjas. La superiora, maravillada por aquella virilidad inesperada y póstuma, se monta sobre un escabel, y entre los aplausos frenéticos de sus infames cómplices, se desposa en el aire con la muerte y se ensarta a un cadáver. No acaba aquí la historia. O muy delgada o muy gastada para sostener tanto peso, la cuerda cede y se parte. Muerto y viva ruedan por tierra, con tan fuerte golpe, que la mujer se rompe dos o tres huesos y el pobre ahorcado, cuya estrangulación no había sido completa, vuelve a la vida e en su tensión nerviosa está a punto de ahogar a su infeliz pareja.
  El rayo que cae entre una multitud causa menos espanto que el que esta escena produjo entre las monjas. Todas echaron a correr despavoridas, creyendo que era Satanás quien había venido a gozar su infame orgía. Sólo la superiora quedó en la sala, entre las garras del resucitado inoportuno.

de Alfred de Musset

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