jueves, 11 de abril de 2013
La educación sentimental de la señorita Sonia, de Susana Constante
Susana constante es una escritora bastante particular: sus relatos son, a mi modo de ver, caoticos y algo oníricos. En una ocasión comenté que Luis G. Berlanga, fundador de Tusquets, inició la colección erótica "la sonrisa vertical" para editar todas aquellas obras que la represión franquista condenó al armario y que seguramente la gente tendría en sus casas.
Aparentemente este es uno (¿el único?) de esos libros: impreso en 1979, ganadora del premio de la portada rosa, parece ser que éste es un libro escrito en 1976.
Una muchacha, acompañada por un capitan del ejército viajan en tren. Se encuentran a un joven que se ha equivocado de tren, pero que los comienza a seguir sumisamente; aparentemente por amor platónico de la bella jovencita.
Ellos van a visitar a una Condesa, antigua amante del padre de la chica y quien tiene un hijo al que tramposamente llama sobrino y al cual ama absolutamente. El muchacho de 14 años es inteligente, soñador y está decidido a entrar al seminario y a renunciar al mundo. La condesa, mujer de placeres quiere que conozca el sexo (no el amor) para tratar de convencerlo de renunciar a sus planes.
El capitán, por su parte, hombre libertino y de placeres, está enamorado de la condesa, quien no le hace el menor caso y se ríe de su cursilería. Sonia, por otro lado, se enamora del muchacho, un par de años menor que ella pero más maduro intelectualmente. El muchacho simplemente ignora a Sonia.
Sonia era una chica rica con la impresión eterna de haber perdido una oportunidad. Iniciada por su padre y por un extraño violador de menores, quiere conocer el amor, aunque no lo persigue como un fin.
El libro refleja una filosofía muy interesante; desde ese punto de vista, el libro rescata elementos del erotismo clásico del siglo XVII y XVIII, con aquellas novelas que unían filosofía, anticlericalismo, perversión de una chica (chico en este caso) virgen y erotismo.
Olvidas, creo, que todo puede hacerse, a condición de mantener la compostura.
Apoyándose en el brazo del niño, la condesa suavizó la reprimenda con una sonrisa:
—Ten en cuenta, Sebastián, que es preciso guardar las formas, única manera de servirnos de ellas de acuerdo a nuestros deseos.
Sebastián la escuchaba frunciendo el entrecejo.
—¡Pero entonces —adujo pensativo— es necesario doblegarse, esclavizarse! —e hizo una mueca de desdén.
—Naturalmente —respondió Luisa, con un encogimiento de hombros—. ¿Contra qué, si no, irías a construir tus caprichos?
—¿Pero por qué —insistió el niño— obedecer para desobedecer? No te comprendo.
—¡Ah! —la condesa agitó la mano enjoyada— debes obedecer para sobrevivir, Sebastián; y desobedecer para vivir, esto es, para buscar tu placer. Es tal vez complicado, pero exacto. Todavía eres un niño — murmuró, mirando con ternura la carita afilada y morena—. Ya tendrás tiempo y ocasión de pensar en estas cosas.
Es un libro muy complejo, elegantemente escrito y de una sensualidad poco expresada:
Sonia lo miró, tendiéndole la mano derecha, y acariciando con la izquierda el cuello enrojecido de Alexei, mientras emitía sonidos consoladores, tales como:
—Ya, ya, ya. Vamos, vamos, vamos, etcétera.
Tomó, entonces, su mano y le dijo:
—Ven Nicolás —acomodándolo sobre su pecho libre.
Fascinado, Nicolás permaneció tendido allí, temeroso de decir algo que pudiera arruinarlo todo y mirando con un resto de prevención la cabeza abatida del Capitán de húsares que, no obstante, ya no le parecía tan terrible como cuando la miraba de abajo, esto es, hallándose Alexei bien plantado sobre sus pies. Se quedó allí, decía, hasta que captó un casi imperceptible cambio de ritmo en la respiración de la señorita, que acariciaba ahora su espalda y la del Capitán con los ojos cerrados y la boca anhelante. Alexei se inclinó sobre esa boca, lamiéndola dulcemente y deslizando una mano por la comba del vientre de Sonia, hasta apoyarla sobre el sexo con una presión exigente. Sonia apretó la cabeza de Nicolás contra su pecho y desatando los lazos del vestido le ofreció un pezón sonrosado y erecto.
—Chúpalo —le pidió, muy seria.
La mirada de Nicolás se encontró con los ojos atentos y algo espantados del Capitán que, al parecer, acababa de notar su presencia. Por un momento, el hombrecito sintió una contracción de miedo, pero sostuvo —inmóvil— la mirada de Alexei, y acabó por tranquilizarse pensando que siempre estaba a tiempo de matarlo, si la ocasión lo exigía, aunque rogando, también, que eso ocurriera —acaso debiera ocurrir— un poco más tarde.
Se encontraban, los tres, en una situación a un tiempo comprometida y lejana, como si sus gestos —cuerpos y palabras— les sucedieran, en cierta forma, por procuración. Pero también había — cada vez más a medida que pasaban los minutos— una suerte de concentrada colaboración. Cada uno de ellos (¿pero quiénes eran ellos?) procuraba adivinar, adelantarse al deseo de los otros, satisfacerlo satisfaciéndose. Atrapados en un mareo casi ensordecedor, sabían que actuaban, pero no sabían (no sabían) el nombre exacto de quienes llevaban adelante la acción. Y lo que en un principio había sido una situación en cierta forma clara —dos hombres y una mujer— se transformó imperceptiblemente en un sofocante e intenso vacío de placer, donde se movían tres cuerpos sin precisa y definitiva identidad. Este embudo amenazaba tragárselos (o al menos esto es lo que pensaba cada uno, perdido en su activa soledad), lo cual no hacía más que lanzarlos frenéticamente por encima de sus bordes, reclamando, tentando ese olvido pavoroso. Y es así cómo, al amanecer, estirada sobre la alfombra, desnuda, fresca y como recién lavada, Sonia murmuró:
—¡Oh, quisiera morirme! —y lo dijo con una sonrisa distendida y abierta, muy joven y sin ulterioridades.
El hombrecito, sin ropas, era casi hermoso. Delgado y enjuto.
—Yo también —dijo— quisiera morirme.
Y de todos ellos él era, tal vez, quien lo deseaba más ardientemente. Alexei, en cambio, se puso de pie con un gesto brusco.
—Yo —aseveró— hubiera preferido morir un poco antes de ahora.
Volvían, de pronto, a ser tres gestos precisos. La luz mezquina de un amanecer lluvioso no restituía los rostros, sino las funciones; no bautizaba, condenaba: una señorita, un caballero, un esclavo.
Retirándose a lo más oscuro de la habitación, Nicolás sufrió el golpe de este conocimiento, que lo sumió en una desesperación infinita. Permaneció acurrucado largo rato, con los ojos fuertemente apretados, sin ver (sin querer ver) nada, hasta que, como un relámpago, una idea se abrió paso en el lodazal de su padecimiento: «Yo, se dijo, soy el único que ha elegido. Yo sé de ellos todo lo necesario, mientras que ellos nada conocen. ¡Yo tenía una vida distinta, yo era otro, antes de ser éste!», y entonces abrió los ojos.
La condesa ofrece a su propio hijo a Sonia, a condición de que no le permita enamorarse. Ella está intentando salvar a su hijo de la religión, porque de no hacerlo, deberá resignarse a hacerse vieja y a renunciar ella misma al mundo.
—¡Amas a Luisa! —le dijo riendo, afeada por el dolor y la cólera—. ¡Amas a tu madre, querrías estar a su lado desnudo, como ahora conmigo! No eres hombre —le decía, acariciando frenéticamente el
sexo de Sebastián y tironeándose a veces del cabello en un intento desesperado por no ser arrancada de ese lugar, por recuperarse sana y salva, con el orgullo intacto.
Sebastián la miraba, incapaz de apartar los ojos de su cara, sometido a la violencia de esta verdad que ella le ponía por delante y repetía una y otra vez con la exacta pasión de un látigo manejado por una voluntad impersonal y justiciera. Su sexo erguido temblaba y, sin advertirlo siquiera, la golpeó, derribándola de espaldas sobre el lecho y arrojándose sobre su cuerpo con la misma precisión maniática con que la había golpeado.
Mudo, pálido y furioso, se abrió paso entre sus piernas, penetrándola con violencia y sintiéndose llegar a un lugar desconocido, que lo atraía y rechazaba a la vez en un movimiento pendular oscuramente presentido y deseado.
Perversógrafo: Sexo oral, sumisión, fetichismo, incesto.
La educación sentimental de la señorita Sonia
Susana Constante
La Sonrisa Vertical SV 13, Tusquets Editores
España, 1979
ISBN: 978-84-7223-313-3
136 pág.
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ResponderEliminarYorch, le piqué al botón equivocado y te eliminé, jejeje. Perdón pero ando medio dormido.
ResponderEliminarUn abrazo