Esta pequeña novela no está catalogada como erótica, y no lo es; pero leer éste ensayo nos deja pensando en la concepción de la sexualidad, la soledad y la aceptación de la realidad.
David Kepesh es un profesor de literatura, tiene una vida normal para los años 70 del siglo 20: tiene una mujer que hace las veces de esposa y una amante casada que hace las veces de amante casada. Su vida sexual es intensa y cansadora, excitante y variada. Un día se descubre una pequeña mancha en el pene, bajo el vello púbico. Preocupado y todo, lo deja pasar hasta que un dia ya lo tenemos postrado en una cama de hospital convertido en un enorme pecho de mujer.
En un principio no lo puede comprender, es un seno de 70 kilogramos que funciona de manera autónoma, es decir, que no está unido a un cuerpo. Se le alimenta por sonda y se le mantiene suspendido en una hamaca muy parecida a un sujetador. Su psique sigue siendo masculina, a pesar de tener la sensibilidad física de un pecho femenino. A su lado tiene a un antipático personaje, el doctor Klinger, quien, como un buen psicólogo se encarga durante toda la obra de plantar a David en la realidad.
El pezón es rosado, como la mancha en la base del pene que descubrí la noche en que empezó todo esto. Dado que los orificios del pezón me proporcionan algo similar a una boca y oídos vestigiales (por lo menos me ha parecido que soy capaz de hacerme oír a través del pezón y percibir vagamente lo que sucede a mi alrededor), había supuesto que era mi cabeza lo que se había transformado en pezón, pero los médicos son de otra opinión, por lo menos desde el mes corriente. En primer lugar, no hay duda de que mi voz, por débil que sea, emana del opérculo en el diafragma, a pesar de que mi sentido del paisaje interno siga asociando tercamente las funciones de la conciencia con el punto más elevado del cuerpo. Ahora los médicos sostienen que la piel arrugada y áspera del pezón (que, desde luego, es exquisitamente sensible al tacto, como ningún tejido de la cara, incluida la membrana mucosa de los labios) se ha formado a partir del glande.
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La mayor parte de mi peso corresponde a tejido adiposo. Por un extremo estoy redondeado como una sandía, por el otro finalizo en un pezón, de forma cilindrica, que se proyecta trece centímetros desde mi «cuerpo» y está perforado en la punta por diecisiete aberturas, cada una más o menos de la mitad del tamaño de un orificio uretral masculino. Estas son las aberturas de los conductos lactíferos. Tal como lo entiendo sin la ayuda de diagramas, pues estoy ciego, los conductos se ramifican hacia atrás en lóbulos compuestos por la clase de células que segregan leche y que es transportada a la superficie del pezón normal al succionarlo o bien ordeñarlo mecánicamente.
Mi piel es suave y «juvenil», y sigo siendo de «raza blanca». El color del pezón es rosado. Esto último se considera peculiar, puesto que en mi encarnación anterior era muy moreno.
Poco a poco, Kepesh comienza a comprender su nueva realidad, y comienza a sentirse solo. Una de las primeras cosas que extraña es el contacto físico y el sexo. Al ser lavado, lubricado y secado siente la excitación normal. La enfermera se convierte para él en un objeto de deseo, al contrario de su mujer, Claire, a quien no se atreve a pedirle que haga cosas "antinaturales". El entiende que una mujer teniendo relaciones con un pezón es tan antinatural como si Claire se hubiera convertido en un pene y él la abrazara.
Tan solo unos pocos días después de su primera visita, Claire consintió en masajearme el pezón. Si se hubiera puesto a llorar a cierta distancia de mí, nunca habría podido sugerirle que lo hiciera, pero en cuanto noté el peso de su cabeza sobre mí, todas las posibilidades se abrieron en mi mente, y solo fue cuestión de tiempo (y no demasiado, por cierto) antes de que me atreviera a pedirle el supremo acto de esperpento sexual, dadas las circunstancias.
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Sucedió durante su cuarta visita en cuatro días. Le había contado por primera vez cómo me atendía la enfermera por la mañana, con la intención de no decirle más que eso, por lo menos de momento, pero Claire me lo planteó.
- ¿Te gustaría que te hiciera lo mismo que ella?
- ¿Me harías… eso?
- Pues claro, si quieres que te lo haga.
Pues claro. ¡Una chica fría e imperturbable!
- ¡Quiero que lo hagas! -grité-. Hazlo, por favor.
- Entonces dime qué es lo que te gusta -dijo ella-. Dime qué es lo que resulta más agradable.
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¿Qué ocurre, David, vida mía? ¿Quieres que te chupe? ¡Sí! ¡Sí!
¿Cómo es capaz de hacerlo? ¿Por qué lo hace? ¿Lo haría yo?
Es demasiado pedir -le digo al doctor Klinger-. Es demasiado terrible. Es preciso que ponga fin a esto. Quiero que ella lo haga continuamente, durante todo el tiempo de la visita. Ya no quiero hablar, no quiero que me lea, ni siquiera la escucho. Solo deseo que me apriete, me chupe y me lama. Nunca me canso de eso. Cuando ella se detiene, es insoportable. «¡Sigue! ¡Más! ¡Sigue!», le grito. Pero si no pongo fin a esto, dejará de venir a verme, lo sé. Y entonces no tendré a nadie. Entonces tendré a la enfermera por la mañana, y eso será todo. Vendrá mi padre y me hablará de quién se ha muerto y quién se ha casado. Y usted vendrá y me hablará de la fortaleza de mi carácter y mi voluntad de vivir. ¡Pero no tendré una mujer! ¡No estará Claire ni habrá sexo ni amor nunca más! Quiero que se desnude, doctor, pero ¿cómo puedo pedírselo? No quiero alejarla de mí, las cosas ya son bastante extrañas tal como están, pero quiero que se desnude, quiero que su ropa esté en el suelo, alrededor de sus pies. Quiero que se ponga encima de mí y se mueva. ¡Quiero tirármela, doctor! ¡Con el pezón! ¡Pero si le digo eso, se marchará! ¡Se irá corriendo y nunca volverá!
La enfermera lo excita tanto que la molesta continuamente hasta que pide que la cambien por un hombre, con quien no sentía la excitación sexual.
No fue a Claire a quien le hice entonces mi «grotesca» propuesta, sino a mi enfermera.
- ¿Sabe lo que me gustaría hacer cuando me lava así? -le pregunté-. ¿Puedo decirle en qué estoy pensando ahora mismo?
- ¿En qué, profesor Kepesh?
- Me gustaría tirármela con mi pezón.
- No le oigo, profesor.
- ¡Me excito tanto que quiero tirármela! ¡Quiero que se siente sobre mi pezón… que me ponga ahí el coño!
- Solo un poco más y ya estará…
- ¿Me has oído, puta? ¿Has oído lo que quiero?
- Ahora lo estoy secando…
El psicoanalista viene a ser para él lo que en otras épocas era el sacerdote o el rabino: un confesor quien le da valor, le explica la realidad y le pide fortaleza. Pero el psicoanalista nunca puede cubrir esa necesidad de apoyo, porque no ofrece nada a cambio de la realidad: no hay una expiación, una esperanza o una recompensa; sólo existe la realidad.
Sin duda nos remitimos necesariamente a Kafka y a la cucarachesca metamorfosis de Gregorio Samsa. David es un profesor de literatura, así que llega a pensar si ésto le está sucediendo por leer éste tipo de historias.
Sus colegas sólo se ríen de su realidad. Su padre, un hombre frío y vacío se acerca a él y trata de evadir su nueva forma, pero finalmente el sigue solo y tratando de averiguar el porqué le sucedió la transformación. Para el doctor sólo existe la realidad, no hay un porqué.
El intenta imaginarse como maestro de literatura, o como una gran estrella del espectáculo, con muchachitas besándole la aureola de admiración, pero todo es inútil. Se siente continuamente vigilado por monitores que no puede observar. Trata de convencerse de que es un loco en un manicomio, pero la realidad vuelve una y otra vez para recordarle lo que es y el mundo en el que vive.
El libro tiene un aspecto cómico y uno serio y profundo, pero sin duda es de una lectura que deja un buen sabor de boca y nos da mucho material para pensar en el mundo actual.
¿Cómo serían otras zonas viendo esa dimensión?
ResponderEliminarConfieso que alguna vez he fantaseado con ser la Gran Panoch (coño) (termino acuñado por Hector Chavarria) pero jamas habia considerado que si esto se hacia permanente me sentiria sola y abandonada --
ResponderEliminarInteresante libro el que nos compartes hoy.
Saludos y delicioso Lunes
Uy, pues si es así las siguientes cuatro entradas tevan a gustar.
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