Súcubo, Obra de Ana Feito Álvarez |
DRÉNCULA
Extractos del diario de David Benson
I
La morada del conde se alzaba en una de las regiones más salvajes del gran bosque de Transilvania, que lanza contra las primeras estribaciones de los Cárpatos sus hordas negras de grandes pinos de Austria y alerces de frente desdeñosa. El castillo, en lo más alto de un promontorio rocoso, dominaba un barranco profundo, por el que rugía en lo más hondo un espumoso torrente. El conde había rogado al bufete de abogados de Londres para el que yo trabajaba que le enviará uno de sus representantes, para poner orden en determinados documentos importantes; en mi maletín tenía la copia de la respuesta que me acreditaba ante él, y esa hojita blanca era lo único que, en ese momento, podía disipar un poco mi angustia.
En efecto, hacía una hora que había franqueado el umbral del austero edificio de piedra gris y aún no había visto un alma. Únicamente algunos murciélagos revoloteaban de un modo extraño, poblando con sus agrios chillidos el opresivo silencio, y sólo el recuerdo de mi gran despacho de techo artesonado me hacía recobrar el aplomo.
Después de recorrer uno tras otro los salones desiertos, acabé descubriendo, escondida en una torreta cuadrada, que se levantaba al norte, una habitación donde crepitaba un fuego de leña. Colocada sobre la mesa, junto a una copiosa comida, había una nota que me informaba de que el dueño de la casa había salido de caza dos días antes, se excusaba por recibirme de un modo tan poco conveniente y me rogaba que me instalase lo mejor que pudiera mientras aguardaba su regreso.
Y, cosa extraña, el aspecto misterioso del asunto, lejos de incrementar mi inquietud, la disipó, y así cené opíparamente sin la menor preocupación.
Más tarde, me desnudé por completo, pues hacía un calor asfixiante, y me tumbé delante del fuego sobre una inmensa piel de oso negro que aún conservaba un ligero olor a fiera, sin duda, por los métodos rudimentarios que los montañeses del lugar habían aplicado para conservarla.
II
Esa revelación se me impuso en el mismo momento en que, preso de un violento arrebato, dejé escapar gran cantidad de esperma que fue tragado según salía. Al mismo tiempo, los muslos que me ceñían la cabeza se tensaron; yo me comporté lo mejor que supe, hundí y saqué la lengua tan deprisa como era capaz, y absorbí todo lo que pude extraer del cáliz exasperado que bailaba contra mi boca. Mis manos no permanecían inactivas, recorrían de arriba abajo la raya perfumada donde mi nariz rebuscaba el aroma afrodisíaco; y mis dedos entraban por momentos en una fosa diferente de acceso más difícil.
«Estoy perdido... —pensé—. El conde es un vampiro y esta persona está a su servicio. Ahora también yo me convertiré en vampiro...»
En ese momento, la criatura empujó un poco más su culo contra mi nariz y sentí llegar al asalto contra mi barbilla una cosa gorda, peluda y dura. Palpé el objeto y descubrí que se prolongaba en un miembro rígido y turgente que se revolvía para introducirse en mi boca.
«Estoy soñando —pensé—. Los dos sexos no pueden estar juntos en una misma persona.»
Y, como hay que saber aprovechar los sueños para enriquecer tu experiencia, chupé el miembro lo mejor que pude, recogiendo la lengua contra el paladar para que recorriese el surco que dividía en dos el glande, porque quería llevar hasta el final esas investigaciones topográficas. La actividad del vampiro continuaba alrededor de mi vientre y, no sé cómo, con ayuda de un quiebro que debí de hacer sin darme cuenta, me lamía los bordes del ojete con una lengua puntiaguda y ágil como la cabeza de una serpiente. Ese contacto hizo que mi verga flácida recuperase vigor.
Un último estirón del tallo que yo mamaba con avidez me advirtió de un cambio repentino y la boca se me llenó de cinco o seis chorros de un esperma suculento, cuyo sabor a lejía pronto daba paso a un aroma discreto a trufa. Sin darme tiempo a tragarlo todo, el vampiro, de pronto, se dio la vuelta y su boca se pegó contra la mía, explorando mis encías y mi gaznate para recuperar los pocos filamentos que aún quedaban. Entre tanto, mi sexo invadía un pasaje angosto, tórrido y suave, mientras una mano ligera, alcanzaba mi ano, donde introducía un falo aún tímido pero que se afirmaba con cada sacudida, enloqueciéndome con los más ardientes e inesperados arrebatos.
Luché por volver en mí, y me dio tiempo a pensar que por fuerza estaba soñando, pues la vagina que un momento antes se abría entre el ano y los testículos, ahora se encontraba encima de la verga y seguía dándome gusto. La bestia me recorría el rostro con lametadas rápidas y fugaces, cerca de los ojos, de las orejas y de las sienes, lugares que jamás hubiera imaginado pudieran ser tan sensibles. Me estaban entrando ganas de ver a aquella criatura, sin embargo, el resplandor mortecino del fuego apenas me permitía distinguir una parte de su sombra que se recortaba a contraluz sobre el rojo apagado de la chimenea.
No obstante, se apoderó de mí una nueva oleada de placer que puso fin a esas reflexiones, y expelí un río de semen al fondo de la jaula que me oprimía el miembro, mientras en lo más profundo de mis entrañas sentía derramarse el de mi súcubo. Crispé las manos en sus senos agudos y duros hasta el punto que sentía sus pezones taladrarme la carne y, agotado por estas impresiones tan terribles y fuertes, perdí el conocimiento.
EL DIARIO DE DAVID BENSON acababa ahí. Esas pocas hojas se descubrieron cerca de su cuerpo, en los alrededores de un castillo deshabitado en Radzaganyi, Hungría. A David Benson lo habían devorado parcialmente las fieras salvajes que, cosa curiosa, se cebaron en su bajo vientre, que estaba completamente roído, y habían cubierto su rostro de excrementos y orina.
Dréncula de Boris Vian
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