domingo, 19 de agosto de 2012

Orgía perversa vs Orgía Siniestra (Parte 2: Orgía Siniestra)

Justine es la obra mas conocida y vilipendiada del Marqués de Sade; una de las escenas más escandalosas es cuando un grupo de monjes la secuestra para esconderla en un serrallo secreto en donde la violarán repetidamente hasta que ella puede escapar, sólo para caer con alguien peor.


Inmediatamente forman un círculo, me sitúan en el centro, y allí, durante más de dos horas, soy examinada, valorada, manoseada por los cuatro frailes, recibiendo sucesivamente de cada uno de ellos elogios o críticas.
––Me permitiréis, señora, ––dijo sonrojándose nuestra bella prisionera––, ocultaros una parte de los detalles obscenos de la odiosa ceremonia. Que vuestra imaginación suponga todo lo que el desenfreno puede dictar en tal caso a unos malvados; que los vea pasar sucesivamente de mis compañeras a mí, comparar, relacionar, confrontar, discurrir, y sólo obtendrá verosímilmente una débil imagen de lo que realizaron en estas primeras orgías, muy suaves, sin duda, en comparación con todos los horrores que no tardaría en experimentar.
––Vamos ––dice Severino cuyos deseos prodigiosamente exaltados ya no pueden contenerse, y que en este horrible estado parece un tigre dispuesto a devorar a su víctima––, que cada uno de nosotros la someta a su placer favorito.
Y el infame, colocándose en un canapé en la actitud propicia para sus execrables proyectos, haciéndome sostener por dos de sus frailes, intenta solazarse conmigo de aquella manera criminal y perversa que sólo nos hace semejarnos al sexo que no poseemos degradando el propio. Pero, o ese impúdico está demasiado vigorosamente dotado, o la naturaleza se rebela en mí ante la mera sospecha de esos placeres: no consigue vencer los obstáculos; tan pronto como se presenta, es inmediatamente rechazado... Abre, empuja, desgarra, todos sus esfuerzos son inútiles; el furor de ese monstruo se dirige contra el altar que sus deseos no pueden alcanzar; lo golpea, lo pellizca, lo muerde. Nuevas posibilidades nacen del seno de tales brutalidades; las carnes reblandecidas ceden, el sendero se entreabre, el ariete penetra. Yo lanzo unos gritos espantosos. La masa entera no tarda en ser engullida, y la culebra, arrojando inmediatamente un veneno que le arrebata las fuerzas, cede finalmente, llorando de rabia, a los movimientos que yo hago para soltarme. En toda mi vida no había sufrido tanto.
Se adelanta Clément; está armado con varas; sus pérfidas intenciones estallan en sus ojos:
––Me toca a mí ––le dice a Severino––, me toca a mí vengaros, padre mío; me toca a mí corregir a esta pécora por resistirse a vuestros placeres.
No necesita que nadie me sostenga; uno de sus brazos me rodea y me aprieta contra una de sus rodillas, de manera que, presionando mi vientre, pone mas al descubierto lo que servirá a sus caprichos. Al principio tantea sus golpes, parece que sólo tenga la intención de prepararse; pronto, inflamado de lujuria, el depravado golpea con todas sus fuerzas: nada queda a salvo de su ferocidad; de la mitad de las caderas hasta las pantorrillas, todo es recorrido por el traidor; atreviéndose a mezclar el amor con esos crueles momentos, su boca se pega a la mía y quiere absorber los suspiros que los dolores me arrancan... Mis lágrimas corren, las devora, sucesivamente besa y amenaza, pero sigue golpeando; mientras actúa, una delas mujeres le excita; arrodillada delante de él, lo trabaja diferentemente con cada una de sus manos, y cuanto más lo consigue, con más violencia me llegan sus golpes. Estoy a punto de ser desgarrada cuando nada anuncia todavía el final de mis males: de nada sirve que se prodigue por todas partes. El final que yo espero sólo dependerá de su delirio. Una nueva crueldad lo determina: mi pecho está a la merced de ese hombre brutal, le excita, hunde en él sus dientes, el antropófago lo muerde: este exceso provoca la crisis, el incienso se escapa. Unos gritos espantosos y unas terribles blasfemias han señalado su arrebato, y el fatigado monje me abandona a Jérôme.
No seré más peligroso para tu virtud que Clément ––me dice el libertino acariciando el altar ensangrentado donde acaba de sacrificar el otro fraile––, pero quiero besar esos surcos; si yo también soy capaz de entreabrirlos, les debo algún honor. Quiero aún más ––prosigue; hundiendo uno de sus dedos en el lugar donde se había metido Severino––, quiero que la gallina ponga, y quiero devorar su huevo... ¿Está ahí?... ¡Sí, pardiez!... ¡Oh, hija mía, qué delicado es!...
Su boca sustituye los dedos... Me explican lo que tengo que hacer, lo hago con asco. En la situación en que me encuentro, ¡ay de mí, no me está permitido negarme! El indigno está contento... traga, y después, haciéndome arrodillar delante de él, se pega a mí en esa posición; su ignominiosa pasión se satisface en un lugar que me impide cualquier protesta. Mientras actúa así, la mujer gorda lo azota, y otra, situada a la altura de su boca, cumple el mismo deber al que yo he acabado de ser sometida.
No basta ––dice el infame––, quiero que cada una de mis manos... siempre nos quedamos cortos...
Las dos jóvenes más bonitas se acercan, obedecen: estos son los excesos a que la saciedad ha conducido a Jérôme. En cualquier caso, las impurezas le llenan de felicidad, y mi boca, al cabo de media hora, recibe finalmente, con una repugnancia que os será fácil adivinar, el asqueroso homenaje de aquel hombre depravado.
Aparece Antonin.
––Vamos a ver ––dice–– esta virtud tan pura; estropeada por un solo asalto, ya no debe notarse.
Sus armas están en ristre, se serviría gustosamente de los procedimientos de Clément. Ya os he dicho quela fustigación activa le gusta tanto como al otro monje, pero como está apresurado le parece suficiente el estado en que me ha dejado su compañero. Me examina, disfruta, y dejándome en la postura que todos ellos prefieren, manosea un instante las dos medias lunas que impiden la entrada. Zarandea furiosamente los pórticos del templo, no tarda en llegar al santuario: el asalto, aunque tan violento como el de Severino, realizado en un sendero menos estrecho, no es sin embargo tan rudo de soportar. El vigoroso atleta coge mis dos caderas, y supliendo los movimientos que yo no puedo hacer me sacude contra su cuerpo con vigor; diríase, por los esfuerzos redoblados de ese Hércules, que, no contento con ser dueño de la plaza, quiere reducirla a polvo. Unos ataques tan terribles, y tan nuevos para mí, me hacen sucumbir; pero, sin inquietarse por mis penas, el cruel vencedor sólo piensa en aumentar sus placeres; todo le circunda, todo le excita, todo contribuye a sus voluptuosidades. Frente a él, subida a mis caderas, la joven de quince años, con las piernas abiertas, ofrece a su boca el mismo altar en el que realiza su sacrificio conmigo, sorbe gustosamente el precioso jugo de la naturaleza cuya emisión acaba ésta de conceder a la chiquilla. Una delas viejas, arrodillada delante de las caderas de mi vencedor, las mueve, y avivando sus deseos con su lengua impura, consigue su éxtasis, mientras que para calentarse aún más el libertino excita a una mujer con cada una de sus manos. No hay uno de sus sentidos que no sea provocado, ni uno que no contribuya ala perfección de su delirio; lo alcanza, pero mi constante horror por todas sus infamias me impide compartirlo...
Lo consigue solo, sus gestos, sus gritos, todo lo anuncia, y me siento inundada, a pesar mío, por las pruebas de una llama que sólo contribuyo a encender en una sexta parte. Me desplomo finalmente sobre el trono donde acabo de ser inmolada, sintiendo únicamente mi existencia a través del dolor y de las lágrimas... de la desesperación y de los remordimientos...
Entonces el padre Severino ordena a las mujeres que me den de comer, pero muy lejos de prestarme a estas atenciones, un acceso de furiosa pena asalta mi alma. Yo, que ponía toda mi gloria, toda mi felicidad, en mi virtud, yo, que me consolaba de todos los males de la fortuna, con tal de ser siempre decente, no puedo soportar la horrible idea de verme tan cruelmente mancillada por aquellos de quienes debía esperar el máximo socorro y consuelo: mis lágrimas manan en abundancia y mis gritos hacen resonar la bóveda. Ruedo por los suelos, me golpeo los pechos, me meso los cabellos, invoco a mis verdugos, y les suplico que me den muerte... ¿Creeréis, señora, que tan espantoso espectáculo sólo consigue excitarlos más?
––¡Ah! ––dice Severino––, nunca he disfrutado de una escena más hermosa. Ved, amigos míos, en qué estado me pone; es increíble lo que consiguen de mí los dolores femeninos.
––Sigamos con ella ––dice Clément––, y para enseñarle a gritar de este modo que, en este segundo asalto, la bribona sea tratada con mayor crueldad.
Dicho y hecho; Severino toma la iniciativa pero, por mucho que dijera, sus deseos necesitaban un grado de excitación superior, y, sólo después de haber utilizado los crueles medios de Clément, consiguió reunirlas fuerzas necesarias para la realización de su nuevo crimen. ¡Qué exceso de ferocidad, Dios mío! ¡Cómo era posible que esos monstruos la llevaran al punto de elegir el instante de una crisis de dolor moral por la violencia que sentía para hacerme sufrir otro dolor físico tan bárbaro!
––Sería injusto que no utilizara como principal con esta novicia lo que tanto nos sirve como accesorio ––dice Clément comenzando a actuar––, y os aseguro que no la trataré mejor que vosotros.
––Un momento ––dice Antonin al superior al que veía a punto de cogerme de nuevo––; mientras vuestro celo va a exhalarse en las partes traseras de esta hermosa joven, me parece que yo puedo incensar al Dios opuesto; la pondremos entre los dos.
Me colocan de tal manera que todavía puedo ofrecer la boca a Jérôme; se lo exigen. Clément se coloca en mis manos; me veo obligada a masturbarlo. Todas las sacerdotisas rodean el espantoso grupo. Cada una de ellas presta a los actores lo que sabe que más debe enardecerlo. Sin embargo, yo soporto todo; el peso entero recae exclusivamente sobre mí. Severino da la señal, los tres restantes no tardan en seguirle, y ya me tenéis, por segunda vez, indignamente mancillada por las pruebas de la repugnante lujuria de unos indignos bribones.


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